UNA VIDA NUEVA - Ounie Lecomte

Hace ya un par de meses al menos que la vi y no me la quito de la cabeza. Tenía ganas, muchas ganas desde que me la recomendaron y, como muchas otras, se me escapó de su visionado en el cine, el lugar donde realmente más disfruto de la esencia de una película. En esta ocasión cuento como atenuante que la versión original y subtitulada duró en las salas de proyección poco más de 10 días si no me equivoco. Y ello me sirve ahora en cierto modo, aunque sea a toro pasado, como introducción para denunciar lo triste, patética y decadente que es nuestra cartelera de cine, donde la oferta va dirigida principalmente a productos mediocres pero engrandecidos por la industria mientras que el cine de calidad se halla habitualmente ninguneado y menospreciado. Las consecuencias de todo ello ya sabemos que, entre otras, han supuesto el cierre paulatino de muchas salas dedicadas a alimentar un tipo de cine desgraciadamente conocido como de culto. Eso sí, como me dijo hace poco un amiguete, no hay más culpa de ello que la propia cultura cinéfila por parte del espectador, esa que siempre se decanta más por lo comercial sin valorar otros aspectos. 

“Una vida nueva” es una película maravillosa del 2009 que llegó a España tres años después, concretamente en Septiembre del 2012. Sí, sí, tres años, tal cual, en estos tiempos de globalización donde vivimos al día de lo que pasa en el otro confín del planeta. Es autobiográfica de su directora, la debutante francesa de origen surcoreano Ounie Lecomte y, sobre ese dato autobiográfico me llamaron poderosamente la atención diversos matices y recovecos medio ocultos del guión que más que traumas esconden marcas procedentes de heridas que tardaron en cicatrizar. Desde el inicio de la cinta se percibe que contiene, a pesar de los pocos medios para realizarla, una abundante carga de sensibilidad y una espectacular fotografía con especial mención sobre los rostros de las niñas que forman el elenco principal de actores, dato (el de trabajar con niños) que  incrementa mucho más el esfuerzo y el mérito en el resultado final.

El argumento gira alrededor de Jinhee, de nueve años, abandonada por su padre sin despedirse en un orfanato de monjas ubicado en Seúl. En el film se borda el duelo personal que sufre la niña entre la creencia de que su padre volverá a por ella y la de situaciones variopintas con otras niñas del hospicio. Los duelos se suceden, al de su padre continúan otros tales como el de afrontar la separación de las niñas que se van con nuevas familias adoptivas, de forma que la sonrisa inicial evoluciona hacia una mirada cansada por el desconcierto, el dolor y el sufrimiento. 

No es una peli típica de niños abandonados. Tampoco profundiza en lo afortunados que son esos niños del mundo que encuentran una vía nueva de esperanza con la adopción. Es una peli sobre el duelo de una niña en el sentido más estricto y riguroso de la palabra, con su inocencia, su tristeza, su rabia y su resignación, en un tono narrativo lento pero que deja un poso importante para la autorreflexión en el espectador. 

En numerosas ocasiones un silencio dice mucho más que mil palabras y esta cinta está cargada de impresionantes silencios que le confieren una veracidad absoluta, pura poesía a través de imágenes. A ellos se une el sentimentalismo y el dramatismo de los breves diálogos que adquieren tintes espectaculares de emoción y también de latente realismo. Háganme caso, véanla, saquen pañuelos si así lo consideran oportuno y disfrútenla. Mucha, mucha grandeza. Estremecedora. 

Ah, por cierto, a título personal le concedo Oscar, Goya y los que hagan falta a la niña protagonista Kim Saeron por su trabajo, por su enorme potencial, por su naturalidad y hasta en un momento determinado por su enorme infantil belleza.